Artículo publicado originalmente por Marc Bassets en El País Semanal el 8 de noviembre de 2020
Cuando Rokhaya Diallo (París, 1978) era pequeña, pasaba horas ante el televisor. De allí sacó, quizá sin darse cuenta, los códigos que años después le permitirían moverse con soltura en las eléctricas tertulias televisivas a las que es asidua. Y fue ante el televisor donde aquella niña tímida y aplicada, hija de una costurera y de un mecánico senegaleses, descubrió lo que sería una de las pasiones de su vida: los dibujos animados japoneses y el manga.
“En estos dibujos, había muchas cosas relacionadas con el combate, con el hecho de luchar y vencer en busca de un mundo ideal”, dice. “Y pienso que me influyó”.
Rokhaya. Hay personas cuyo nombre basta para identificarlas. En los ámbitos en los que ella se mueve, donde confluyen periodismo, activismo y política, cuando se pronuncian estas tres sílabas enseguida se sabe de quién se está hablando. Ella insiste en que no representa a nadie más que a sí misma, pero quienes la escuchan en las tertulias, o la siguen en las redes sociales, o leen sus libros, o ven sus documentales, para aplaudirla o para vilipendiarla, proyectan en ella algo más. “Mujer, negra, musulmana”, se define a sí misma.
Las tres palabras pueden ser suficientes para despertar la admiración: al fin una voz que hace visible esta Francia menos visible. O la irritación: he aquí —en un país donde todos los ciudadanos son libres e iguales y el Estado debe ser ciego ante su religión, el color de su piel o su adhesión a otras identidades— a alguien que lleva a gala estas señas de identidad y que, además, denuncia que, en 2020, son motivo de discriminación; que Francia, como Estados Unidos, arrastra un pecado original racial.