LUZ GÓMEZ*
Una de las formas más dañinas de transmisión del discurso islamófobo es el falso cientifismo al que recurren algunos medios y periodistas para sostener sus teorías. En los tres artículos de los que nos ocupamos, publicados entre enero y marzo de 2017 en el diario La Razón por Jesús María Zuloaga, es notorio este afán. En concreto, hay dos campos en los que se concentran estas prácticas que, aunque fácilmente detectables, no resultan fáciles de desmontar: son el campo de la terminología y el de las cifras. Porque a diferencia de lo sucede con la narrativa histórica, la lengua y los números parecen, a priori, neutrales. O tal es la pretensión de quienes aún cuestionan la estrecha relación que existe entre lengua y poder y la vulnerabilidad de toda conclusión sociológica basada en evidencias solo cuantitativas. Baste como antídoto la máxima de Victor Klemperer, autor de La lengua del Tercer Reig. LTI (Minúscula, 2001): el lenguaje crea y piensa por nosotros.
El baile de las cifras
En cuanto a los números, resulta relativamente sencillo desbaratar el argumentario islamófobo que estos sustentan respondiendo con la misma maniobra, todo ello con objeto de desvelar la trampa más que de rebatir las cantidades, que son mera excusa. Un lugar común de la “islamofobia de los números” es la cantidad de mezquitas existentes: si se afirma que “la Comunidad Autónoma de Madrid cuenta con 112 mezquitas y oratorios legales”, la pregunta inmediata debería ser ¿y cuántas iglesias y oratorios legales hay en esta comunidad? Porque, según se infiere del titular “Yihadismo en España: un ejército de cien mezquitas”, esta cifra es desproporcionada y alarmante. La CAM cuenta con 6,4 millones de habitantes, de ellos 283.063 musulmanes. No sabemos el número de iglesias, basílicas, ermitas, santuarios, capillas, conventos, seminarios, etc. que se integran en las 470 parroquias del Arzobispado de Madrid. Varios miles, sin duda, frente a 112 mezquitas y oratorios. Incluso aceptando, como apunta la noticia citando “fuentes antiterroristas”, que con los locales clandestinos el número de oratorios se duplica, la ratio en modo alguno es favorable a la comunidad musulmana.
El baile de las cifras llega al paroxismo en el artículo “El EI alienta la natalidad para vencer a los infieles”: se elaboran gráficos ex profeso a partir de fuentes “objetivas” para sostener teorías como la amenaza demográfica musulmana, y se manipulan criterios étnicos (árabe/beréber), nacionales (marroquíes/españoles) y confesionales (musulmanes/cristianos) para ofrecer cálculos que demuestran la profundidad del argumento de lo que se denomina “factor humano”.
La lengua nos habla
Con la terminología la islamofobia dispone de un pozo sin fondo. Se ejemplifica de forma sobresaliente en los artículos que nos ocupan, en los que se repiten tres estrategias:
Una: el uso de tecnicismos. El recurso al vocabulario propio de la doctrina islámica confiere a los textos un aura de conocimiento especializado. Sin embargo, esconde una estrategia de manipulación y extrañamiento que sitúa al islam en el espacio de lo incognoscible, o cuando menos, de lo que es ajeno a la comprensión general en español. A modo de ejemplo, en las escasas cuatro páginas de los textos mencionados se emplea: sharia, yihad, kuffares, taguth, sunnah, ummah, tabligh, dawa, Alá.
Por un lado, está la cuestión de cómo se han transcrito al español estos términos, indicio de evidente desconocimiento de las fuentes originales: estas palabras, o bien están tomadas del inglés, como sunnah, ummah o tabligh, o bien su transliteración es directamente errónea, como taguth. En el uso de sunnah, además, el autor parece ignorar que “sunna” es una palabra recogida en la última edición (2014) del Diccionario de la Lengua Española (DLE) de la Real Academia Española (RAE).
Por otro lado, no es ingenuo el modo de trufar el texto de tecnicismos, que están sobre todo intercalados en supuestas traducciones literales de discursos yihadistas. Esto confiere mayor verosimilitud “islámica” a lo que se reproduce y no solo redunda en el mencionado efecto de extrañamiento, sino que abunda en la criminalización del islam en su conjunto.
Dos: las definiciones torticeras. Las traducciones y definiciones que siguen a la mención de un tecnicismo constituyen el recurso más propicio para introducir sesgos ideológicos.
Existe, sin embargo, un obstáculo de partida que no podemos obviar: en el discurso islamófobo es frecuente la referencia a la autoridad de la RAE en defensa de sus usos semánticos. Dentro de esta lógica, en estos artículos de Zuloaga se usa “islamismo” e “islamista” por “islam” y “musulmán” respectivamente, y se traduce “yihad” por “guerra santa”. Está por acometerse una interlocución efectiva con los responsables académicos para enmendar sesgos que distorsionan la realidad del islam actual, pero de momento es un hecho que el DLE abona estos abusos islamófobos.
Pero que “yihad” no significa “guerra”, ni mucho menos “santa”, y que la sharia no se deriva solo del Corán ni tiene el rigorismo por norma, como repite en varias ocasiones el periodista, es algo básico para cualquier conocedor del islam. Las fuentes para documentarse en este sentido son numerosas, y no hacerlo revela, cundo menos, una práctica dudosa.
Además, en el artículo “Yihadismo en España: un ejército de cien mezquitas” sucede que las supuestas traducciones de un término llegan a variar de tal modo que el islam parece una suerte de caos inescrutable: en menos de ocho líneas, la voz dawa del movimiento al-Tabligh wa-l-Dawa se traduce como “práctica”, “oración” y “viajes”, cuando su traducción más aquilatada sería “proselitismo”.
Ante esta sobredeterminación de significados, sorprende el silencio en otros casos, como cuando en este mismo artículo se menciona “el deber de la Ummah”, sin más, o en el artículo “Atención a las mezquitas” del blog Volver al siglo VII se habla de una operación policial contra individuos de “ideología salafista dispuestos a aceptar la violencia”. Cabe preguntarse si el lector debe conocer la Umma porque se impone por la mayúscula (la Ummah, ¿es un país? ¿una ONG? ¿una diosa?) o, en el segundo ejemplo, asimilar imperceptiblemente la glosa de la violencia como algo intrínseco al salafismo. En ambos casos, umma y salafismo son conceptos que propician una traducción moderna (“comunidad de creyentes” y “utopía de los orígenes”, respectivamente) que rompería con los esquemas maniqueos de la islamofobia.
Tres: la amalgama sinonímica. Menos perceptible que las anteriores estrategias es el uso de sinónimos. El problema no es tanto una cuestión de inexactitud en la sinonimia, lo cual en sí sería asunto casi inevitable, sino recurrir a diferentes expresiones en apariencia sinónimas para dar sensación de peligrosa diversidad y abundancia. Así, se percibe cierta intencionalidad en la insistencia en que existen mezquitas, oratorios y templos musulmanes, o en el uso de “religión musulmana” o “islamismo” antes que de “islam”.
*Luz Gómez es profesora de la Universidad Autónoma de Madrid y coordina el proyecto “Islam 2.0: marcadores culturales y marcadores religiosos de sociedades mediterráneas en transformación”.
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