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El hombre que piensa que Europa ha sido invadida

Publicado originalmente por Nick Thorpe en BBC News, el 6 de abril de 2018.

 

Viktor Orbán se presenta como el defensor de los derechos de Hungría y Europa contra los inmigrantes musulmanes. Ha ganado un tercer mandato consecutivo como primer ministro, anteponiendo la soberanía nacional a todo lo demás. Sin embargo, sus críticos lo tildan de racista y autoritario. ¿Qué impacto tiene su victoria para Europa?

 

El baluarte

En enero de 2015, cuatro días después del atentado terrorista a la revista satírica francesa Charlie Hebdo, aproximadamente un millón y medio de personas se manifestaron en París. Viktor Orbán era uno de los cuarenta líderes mundiales que encabezaban la protesta y expresaban su solidaridad con la libertad de expresión frente al terrorismo.

 

Cada país ha sacado sus propias conclusiones de los actos terroristas. Orbán ha tenido muy claro quién tiene la culpa desde el principio: los inmigrantes.

 

La difícil situación familiar de los terroristas, su educación en un orfanato, el proceso de radicalización al que fueron sometidos; nada de esto interesa a Orbán. Según dijo a la televisión húngara: “Nunca dejaremos que Hungría se convierta en un objetivo para los inmigrantes. No queremos que minorías importantes con características culturales diferentes a las nuestras acaben entre nosotros. Queremos que Hungría siga siendo Hungría.”

 

Era una narrativa que Orbán ya había utilizado antes, pero que empezó a explotar sin tregua a partir de ese momento para ganar votos a nivel doméstico.

 

En 2015 y 2016, además de la oleada de atentados terroristas, Europa se enfrentaba a otro desafío: la llegada de cientos de miles de inmigrantes y refugiados. Equiparando a los inmigrantes con los terroristas, Orbán trataba de ofrecer una explicación simple y una solución sencilla. La mayoría de los que llegaban, según el húngaro, no eran refugiados que escapaban de la guerra y la persecución, sino que eran inmigrantes económicos que venían en busca de una vida mejor en Europa occidental. Su mensaje caló hondo en su país.

 

El primer ministro magiar organizó un referéndum en octubre de 2016 en el que preguntaba a los húngaros si querían que la Unión Europea “impusiera inmigrantes” a su país. El “no” obtuvo una victoria aplastante, pero la participación del 41% era demasiado baja para que el resultado se considerase vinculante.

 

Por otro lado, la población de Hungría se está reduciendo desde hace años, con una media de treinta mil habitantes menos por año (el equivalente de un pueblo grande). La solución, según Orbán, no es la inmigración, sino fomentar que los húngaros tengan más hijos.

 

Hungría tiene unos índices de inmigración bajísimos: menos del 2% de la población ha nacido fuera del país. Para entender por qué las posturas en contra de la inmigración gozan de tanto éxito es necesario explorar la historia magiar: los húngaros temen que se repitan las invasiones extranjeras que propiciaron el control turco, austriaco y luego ruso sobre el país. En 1920, el Tratado de Trianon establecía las fronteras de Hungría, uno de los países que sucedería al derrotado Imperio Austro-Húngaro. El país magiar perdió un 72% de su territorio y el 31% de los húngaros étnicos se encontraron fuera del país, formando minorías en Rumanía, Checoslovaquia y Yugoslavia. Asimismo, muchas de las comunidades multiculturales (rumanos, eslovacos, serbios, croatas y rutenos) que habían convivido junto a los húngaros abandonaron el país.

 

En la Segunda Guerra Mundial, una considerable mayoría de la población judía fue asesinada en campos de exterminio y tras la guerra, muchos de los alemanes que se habían asentado allí desde el siglo XVII fueron deportados.

 

En Hungría ya solo quedaban húngaros.

 

Hay una parábola histórico-narrativa que le gusta mucho a Orbán. Se trata de ‘Las estrellas de Eger’ de Géza Gárdonyi, una novela que leen todos los escolares húngaros. La acción se desarrolla en 1552 alrededor de Eger, en el norte de Hungría. La ciudad está sitiada por un enorme ejército otomano, pero el capitán Istvan Dobo y su pequeña guarnición defienden la ciudad y repelen a los turcos. El héroe de la novela es Gergely Bornemissza, un experto en explosivos que juega un papel esencial en la defensa de la fortaleza.

 

Otras fortalezas húngaras cayeron en manos de los turcos en las décadas siguientes, pero fue después de infligir tales pérdidas a los invasores que su avance en Europa vaciló y luego fracasó.

 

En septiembre de 2015, en el monasterio de Banz en Baviera, Orbán invocó el espíritu del siglo XVI. Dijo a sus admiradores del centro-derecha alemán que él no era más que un capitán, defendiendo los castillos fronterizos frente al mismo enemigo musulmán, ávido de conquistar la Europa cristiana.

 

En un discurso en Oradea (Rumanía) en octubre de 2017 decía: “Si queremos una Hungría húngara y una Europa europea, y eso es exactamente lo que queremos, debemos también querer una Hungría cristiana y una Europa cristiana, en lugar de lo que ahora nos amenaza: una Europa con una población mezclada y sin sentido de la identidad”.

 

La imagen que propone Orbán de poblaciones “mezcladas” y “no mezcladas” causó un gran revuelo. En febrero, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad al-Hussein, lo llamó racista y xenófobo, lo que a su vez llevó al ministro de asuntos exteriores húngaro, Peter Szijjarto, a considerar los comentarios como inaceptables e inapropiados y a pedir la dimisión de al-Hussein.

 

Muy pocos de los cientos de miles de inmigrantes que cruzaron la frontera de Hungría en 2015, provenientes del sur, querían quedarse; la mayoría estaban huyendo de guerras en Siria, Afganistán e Irak. Se dirigían a los países más prósperos de Europa occidental. Sin embargo, Orbán temía que en el futuro pudieran ser devueltos a Hungría por los gobiernos de Viena y Berlín. En mayo de 2015, la comisión europea propuso unas cuotas obligatorias para la redistribución de refugiados. Orbán lo rechazó tajantemente: “Nadie me va a decir quién entra en mi propia casa”.

 

Su respuesta fue una valla de 175 kilómetros, recorriendo la frontera con Serbia. La construcción fue anunciada el 16 de junio, poco después de los malos resultados cosechados por el partido de Orbán en elecciones locales en primavera. Algunos de sus detractores afirman que, en ese momento, vio que jugar la carta de la inmigración le podía favorecer. En los meses siguientes su partido ganó hasta un millón de votantes, según las encuestas.

 

La valla fue construida por un conjunto de soldados, presos y parados en programas de reinserción laboral, y fue completada el 15 de septiembre de 2015. A mediados de octubre, se añadieron otros 40 kilómetros a lo largo de la frontera croata. Cuenta con tres metros de altura, un metro y medio bajo tierra, y está coronada por alambre de espino. Más tarde se reforzó con una segunda valla, una carretera entre las dos vallas, corriente eléctrica de 900 voltios y cámaras de visión nocturna. La valla está vigilada por hasta 10.000 policías y soldados.

 

En declaraciones de prensa, Orbán ha afirmado “El viejo telón de acero se construyó contra nosotros. Este lo hemos construido para nosotros.”

 

También ha introducido nuevas leyes para criminalizar a los inmigrantes. Cruzar o dañar la valla se ha convertido en un delito con penas de hasta tres años de cárcel. La mayoría de los que son descubiertos son expulsados del país sumariamente, a través de las puertas que forman parte de la valla. Un sirio ha sido sentenciado a siete años de cárcel por complicidad en un acto de terrorismo, al haber incitado a inmigrantes a cruzar la frontera y por lanzar objetos a la policía.

 

Dos “zonas de tránsito”, en Tompa y Roszke, han sido incluidas en la valla. En un principio, debían dejar pasar a veinte refugiados al día. Según ACNUR, la cifra ha bajado hasta dos al día.

 

En abril de 2017, estas zonas se agrandaron para hacer lugar a “campos de contención”. Allí, los refugiados, incluso niños menores de catorce años no acompañados, son detenidos durante meses. En 2017, tres mil setecientas personas consiguieron pedir asilo en Hungría, de las que mil trescientas recibieron algún tipo de protección. La mayoría se fue del país y los programas de integración por los que decidan quedarse han sido reducidos o abolidos.

 

El mensaje de Orbán no deja dudas. Hungría no está abierta a la inmigración.

 

Traducido por Leandro James Español Lyons en el marco de un programa de colaboración de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada y la Fundación Al Fanar.

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